domingo, 29 de marzo de 2020

Cuento: "La pesadilla"

LA PESADILLA
Recuerdo que era un 16 de marzo. No se me olvidará porque tuve que entregar un montón de tareas de planificación para las próximas semanas y encontrar un sistema para poder dar clases online, algo que jamás había hecho y para lo que no estaba preparado.
Desde las autoridades, nos llegó el mensaje de que no podíamos salir de casa. No podíamos pasear bajo el cálido sol de primavera, correr y sentir el aire fresco, ir en bici y disfrutar de la libertad… Solo podíamos quedarnos en casa vigilando que la nevera siempre estuviese llena y las pelusas y el polvo, a raya.
Pasados tres días, las horas comenzaron a dilatarse y se expandieron, de forma misteriosa, con otra medida, de manera que cuando miraba el reloj y volvía a hacerlo tras más de media hora, el reloj no había corrido más que dos minutos. Lo miraba y sus manecillas parecían sonreírme de forma sarcástica. Ese maldito reloj de pulsera comenzaba a dominarme y a torturarme con un tic-tac que llevaba el paso cambiado.
Para escapar del aburrimiento y de la angustia del enclaustramiento, me dediqué a ver la televisión. Las noticias y programas de “entretenimiento” solo nombraban una y otra vez la palabra maldita “coronavirus” y un bichito circular con pequeños tentáculos cortos y bien distribuidos, servía de telón de fondo a todos los periodistas que informaban del recuento de muertos, contagiados y sanados del día, como si de la bolsa de Wall Street se tratara.
Pero en mi cabeza, aquel bichito gordinflón no me parecía el jefe mafioso que andaba detrás de paralización del país robándonos nuestra libertad y nuestro ritmo natural de vida hasta aquel entonces. La palabra maldita para mí, era “confinamiento”. De hecho, nunca la había pronunciado hasta entonces. Y he de reconocer, que no sabía lo que quería decir.
A partir de aquel 16 de marzo, la vida cambió para mí como de la noche al día. Mi casa se convirtió en mi celda. Los mensajes graciosos, los memes, los whatsapp, los vídeos reivindicativos y fotos de instagram con gente estupenda aparentando disfrutar de la vida más que nunca desde sus casas, me pareció una patraña engañacerebros.
Tras más de veinte días de encierro, solo conmigo mismo, sin visitas, sin llamadas, sin contacto con nadie, varias canas rebeldes se habían apoderado de mi cabeza. Pelos silvestres sobresalían de mi nariz y de mis orejas, así como una barba basta y caprichosa que ocultaba el rostro que un mes atrás resultaba interesante para algunas mujeres.
Mi cuerpo, que tanto me había costado modelar en jornadas de esfuerzo encomiable en el gimnasio, se había vuelto blando y flácido y no se escapaban a esta nueva textura ni los brazos, ni el pecho, ni mi barriga, antes envase de ensaladas y zumos de fruta y ahora de chocolates, embutidos y cerveza. ¡Cómo puede desinflarse tan rápido el cuerpo humano, con lo que cuesta trabajarlo y mantenerlo en un nivel óptimo de tonificación!
Me sentía como un mono enjaulado, como un hombre primitivo que no podía escapar de su caverna, pensando ya en pintar las paredes con cualquier rayujo o graffiti de letras y borrones de colores….así que cuando la nevera dejó de albergar sus maravillosos productos saciantes, decidí bajar a la calle con el pijama que llevaba, pues no me apetecía cambiarme, y acceder a un supermercado. Al fin y al cabo, era un supuesto que permitía el gobierno. No violaba ninguna ley.
Y bajé. Me costó incluso moverme, pero vencí a mis músculos atrofiados y volví a cruzar la puerta de salida de mi portal.
Pero no estaba preparado para esto. Al salir, la luz del sol de primavera, me cegó los ojos sin piedad durante un minuto. Sentí su calor y me emocioné. Nunca había pensado en lo maravilloso y reconfortante que podía ser el sol de vez en cuando para sentirte vivo. Pero el escenario que vislumbré a mi alrededor era siniestro. Nadie en las calles de mi urbanización. Una soledad opaca que lo inundaba todo. El silencio roto por pajarillos que habían hecho de los jardines su morada sin ser molestados por los humanos. Nadie disfrutando de los bancos de los parques ni del cielo azul, ni del aire que susurraba palabras suaves que yo no entendía. Ningún sonido de coches de la avenida cercana. Nadie en los balcones o en las ventanas. Era como si hubiese habido un accidente nuclear y yo fuera el único superviviente.
En ese momento, oí un grito que me paralizó. Después sentí una fuerza inhumana que me tiró al suelo, un estruendo inimaginable y un líquido caliente que se desprendía de mi frente.
A duras penas pude mover el brazo para tocar esa humedad, y me di cuenta de que era sangre. Junto a mí yacía de medio lado una cacerola con agua vertida. Enseguida mis neuronas hicieron un reconocimientos de la situación. Alguien me había tirado agua desde su ventana, pero con la cacerola incluida y me había golpeado la cabeza. Creo recordad un grito que acompañó al desproporcionado castigo. Algo así como “¡Quédate en tu casa, hijo de p***, que nos vas a contagiar!”. Y no recuerdo nada más.
Así fue como acabé mis días de confinamiento.
De repente, me sentí ligero. Ascendí no sé cómo, de forma etérea y vaporosa, y me vi en el suelo tirado con ese aspecto de salvaje y el pijama de los 30 días últimos empapado de sangre. Pensé que no era el final más digno para mis 45 años de vida. ¿Qué pensarían los alumnos y los padres de mis alumnos al ver a su director con semejante aspecto?
Ya nada importaba. Un alma caritativa tal vez el propio agresor, llamó a la Policía y ¡salí en las noticias!, algo que siempre había deseado. Pero solo unos segundos para poner de relieve mi irresponsabilidad , más “siendo director de un centro educativo”. Poco importó que hubiera muerto. Mejor dicho, seamos concretos. ¡Me habían asesinado! Eso era un atropello, un crimen en toda regla. Pero con tanto movimiento de controles de carretera, vigilancia de calles y protección a sanitarios por parte de las fuerzas de seguridad del estado, todos los vecinos de la ciudad  nos convertíamos en delincuentes al salir a la calle y nadie nos protegía a nosotros, los ciudadanos antes llamados “ciudadanos de a pie”. Para muchos, me lo había buscado y merecido. Así pues no se me vengó y nadie se compadeció de mi.
Debido a mi soltería y falta de familia pues era hijo único y mis padres habían fallecido hacía tiempo, nadie se hizo cargo de mí. El señor del seguro de fallecimiento con el que tanto había hablado que parecía ser mi mejor amigo, se escabulló como una anguila, y me llevaron directamente al crematorio, para hacerme cenizas y terminar en una fosa aséptica común junto a restos de quienes algún día fueron personas y habían muerto por el bicho de los cortos tentáculos. Yo no quería reposar allí, junto a cenizas de infecciosos. ¿Eso se podría contagiar en el más allá donde ahora habito? Lo pregunto todavía desde esta dimensión y solo oigo risas….
Por cierto, sumé un muerto más por coronavirus ese lunes de abril. Ironías de la vida…